lunes, 9 de junio de 2025

Los perros

        Estar volviendo a casa siempre acarrea la incógnita de enfrentarme al portón. Veo al sol incandescente pegando desde arriba (desde el cielo), desde abajo (desde el hormigón gris claro, ese signo del progreso de barrio que abandonó la calle de tierra y por eso ahora ya no se lo puede recorrer descalzo), desde los costados (las veredas con baldosas, las paredes color claro, los tinglados de zinc). Siempre voy en verano (sólo puedo en esa fecha) y, aunque lo repita mucho, estoy en duda de si realmente es como digo: que sólo quiero ir en esa fecha. 

        Doblo en la esquina y veo la pequeña lomadita más o menos en el cuarto de cuadra, una elevación que no contaría como subida sino fuese porque da el ángulo perfecto para bloquear la visual de mi casa. Si no obstruyera el lugar donde viví tantos años ni me hubiese dado cuenta de que existe. Pero está la subidita y enseguida arranca un descenso bastante empinado que no se detiene hasta que llega al río, cuatro o cinco cuadras más allá. Es como si el río hubiese tenido su cauce hasta casa y la lomadita fuese el borde que se les pone a las piscinas para que los sapos no empollen ahí.

        Doblo en la esquina, ya acostumbrado a la luz intensa que llega desde cuatro puntos distintos y al sol casi en el cénit; ya adaptado, gracias a la caminata que me traslada desde hace 25 minutos, al vapor imperceptible de la humedad ribereña y a la respiración del pasto evaporada. 

        Doblo la esquina, paso la lomada: el barrio se despliega como el plano secuencia de una película épica, como el punto de vista forzado que hacen los videojuegos cuando descubrís una nueva ciudad y tiene que parecer inmensa. Como doblar la curva que rodea la montaña y ver Bariloche por primera vez. Está el río, como siempre. Está el kiosco, como desde hace más de 20 años. Está la pared eterna de lo de Maxi, hecha de ladrillos a la vista, con los colores del ladrillo acusando al tiempo de cambiarles el naranja vívido por un marrón más apagado y de intensificar el gris del cemento que los une. La casa de Nico sigue igual: las rejas de caño pintadas de negro, la parte ampliada de la casa sin pintar pero con la ventana saliente de estilo victoriano (ponele).

        El barrio sigue en su frontera: en la vereda derecha, todas las casas diferenciadas por las refacciones que les hizo cada dueño, pero iguales en su base por ser todas otorgadas por la prefectura a sus empleados. En la vereda izquierda, todas casas impredecibles: lo que fue el taller de chapa y pintura ahora es una carnicería en una parte y en la otra parte es algo, quién sabe qué. Después está la casa más linda, que parece que pertenece a otro barrio, que debería estar en el Lezca: patio delantero, rejita baja, colores claros y azules, ventanas lindas, techo de altura intermedia. Sólo cuando la veo recuerdo que alguna vez quiero vivir en una casa así. Al lado de esa casa está lo de Maxi, al lado mi casa, al lado un rancho que pasó de ser uno a tres como en metástasis, que antes de eso fue incendiado, que durante ese lapso cambió tres veces de dueño pero que siempre, siempre, tuvo gallinas.

        Antes del rancho, mi casa. ¿Qué habrá de nuevo esta vez? Cada año la casa avanza, cada 365 días está más lejos de ser perfecta, más cerca de calmar a mi vieja. Si no es el portón con dibujos de huellas de perro es la reja pintada de negro, o el muro mejorado, o el patio nuevo que se suma desde la izquierda de la construcción. Siempre algo nuevo, nunca lo mismo. 

        Sólo se repite mi predicción: los perros no se van a acordar de mí. Y llego, los dos perros me ladran furiosos, me vienen al cruce, me huelen, dicen "ah sos vos, de una" y se van. Son la misma especie que el que murió de alegría al ver de nuevo a Odiseo, pero yo les chupo un huevo. No importo.

        Los perros son un "la vida sigue" representado. El mundo no se va a detener por mí, soy insignificante. La casa no va a parar, va a seguir agregándose cosas por parte de mamá. Más objetos pasarán a vivir dentro de la casa gris, bajo la chapa que los resguardará, y acapararán resquicios cada vez más fundamentales de cada habitación, y este influjo no se detendrá hasta que no quede ninguna silla libre, ninguna mesa vacía, ninguna baldosa del suelo disponible.

        El mundo sigue girando sin mí. A veces sueño con sentir que mi ausencia cambia algo. Hay días en que quiero dejar de chuparle un huevo a todo el mundo, pero cada vez que voy a casa lo constato: importo, pero me dicen "y bueno, te fuiste, qué le vamo a hace" y siguen viaje. La casa seguirá avanzando, y cada vez que paso la lomadita estoy cruzando los dedos para que, por una vez, mi casa se parezca a las demás y nada cambie, que tenga forma de casa y no esté acopiando objetos de mejora. 

        Cada vez que vuelvo a casa sueño con que los perros se pongan contentos de verme.

        

2 comentarios:

  1. Qué ganas de editarte un libro que me nacen cada vez que entro a leerte.

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