No, amor, ¿Qué pasó? ¿Por qué estás así? ¿Qué te devastó tanto? ¿Qué es lo que te dejó arruinado, que te dejó chiquito? Tirado en el sillón abrazando tus rodillas, la cabeza apoyada en el almohadón, las lágrimas saliendo de a chorros. La música a todo volumen en los auriculares para no avergonzarte de cuán fuerte estás llorando. Una hemorragia que no corta, una angustia que no deja de exhibirse, una garganta que queda chica para el caudal de dolor que intenta proferir, sin palabras, sin protestas, sin formalización. Sos uno con el vos de hace 20 años, por fin.
No, amor, te juro que estás bien. No hay un juez que te condene a la intrascendencia, no hay un mundo listo para reírse de vos, no hay que llegar a que te vea ese mundo al que querés gustarle haciendo lo que sea para que al fin te reconozca esa persona que amás y para la que nunca vas a ser suficiente. Nunca vas a alcanzarle. Ya el tiempo pasó, ya no vivís con tu familia, ya es tarde para seguir intentando que te reconozcan, que te feliciten por algo, ya no podés siquiera esbozar algo grandioso para que, quizá así, te pregunten cómo estás, noten tu presencia.
Pero a ese niño aún le duele. El infante no creció, se negó a avanzar en el tiempo mientras el resto del cuerpo lo dejaba sin mirar atrás. Y te olvidaste de que aún tras tantos años sigue esperando reconocimiento, como cuando vos mismo esperabas eternamente a que papá te pase a buscar y enterarte que se olvidó de vos, como cuando esperabas que mamá vuelva de trabajar a las 4 de la mañana para recibir su amor y estaban los dos muy cansados como para dar y recibir algo, como cuando esperabas que te lleven a tu propio cumpleaños y nunca pasó porque olvidaron que estaban festejándote.
Hay alguien festejándote. Hay alguien, hay muchas personas contentas porque existas. Y creíste que con la sobriedad de confiar en que importas te era suficiente. Hasta que apareció una niña a impresionarse con tu sola existencia, y así le tendió la mano al niño que había quedado rezagado tantos kilómetros atrás. Le extendió su palma a ese niño que permanecía sentado en la vereda mientras todo el mundo grande intentaba divertirse, intentaba seguir vivo, y con sus manos sobre las rodillas se preguntaba cuándo le va a tocar, cuándo lo llevan, esperando pacientemente sin exhibir ni un atisbo de la decepción que está haciendo añicos su corazón por tantos años de ser ignorado.
Ese niño no quiso caminar. Se quedó en la vereda porque exigió que por una vez, en algo, alguien lo lleve. Quería dejar de hacer todo solo, no quiso saber nada con ese alivio que le daba a los demás su autosuficiencia, "qué bueno que no tenemos que cuidar a Lucas, el se maneja re bien". Ese es el premio de hacer las cosas bien: no ser una carga.
No querés más que abrazar a ese niño y llorar con él. Decirle, jurarle, que va a estar todo bien. No querés más que rogarle perdón por no haber cuidado a la niña fan de Disney que le dió su mano y lo acompañó hasta acá, que le dijo que no sabía el camino pero que era mejor caminar juntos, que sentado no iba a avanzar. No sabés cómo hacerle entender que esa niña no va a volver, que le hiciste mucho daño, que no comprendés por qué y que no alcanzó con nada para que se quede. Que te diste cuenta con su ausencia de todo lo que hiciste mal y que habiendo pasado tres meses todavía seguís descubriendo dolores nuevos en rincones que no existían antes de ella. La vocecita tierna respondiéndote, llorando, fingiendo madurez, diciendo "está bien, no pasa nada" de la misma forma en la que esperaba que lo pasen a buscar sentado en la vereda, mientras la decepción hacía añicos su corazón. Y si no tuviese los oídos tan sensibles le gritarías que por favor exprese su furia, que está bien estar enojado, que grite por ayuda, que por favor se tenga en cuenta, se escuche. Que, por dios, diga algo, que te aniquila verlo esperar actuando paciencia para que los grandes no le reprochen la carga que está siendo.
A esa niña le alcanzabas con ser vos. En un mundo desarrollado durante 20 años con exigencias e insuficiencias le alcanzabas con ser vos. El que estudió comunicación social porque estaba al pedo, que en la adolescencia hacía quilombo en la calle, que se viste como tiene ganas porque total no existe para nadie. A ese que nunca se tira una flor, a ese que nunca se valora en nada porque capaz que hace mucho ruido y molesta, a ese vino a decirle que le encanta como se viste. Que le encanta como toca la guitarra. Que le encanta cómo es. Le dijo que era realmente lindo y que se moría de ganas de estar con él. Le contó que lo amaba tanto que se animaba a abrir por primera vez en su vida su corazón. Y amar.
Por primera vez, nadie le pidió nada al niño. Lo pasaron a buscar y le preguntaron cómo está. Simplemente le dijeron cuán contentos estaban de su existencia. Por primera vez, alguien no le pidió al niño que crezca. Y ahora, otra vez, a mitad de camino el niño se queda solo porque a su novia la echaron los grandes. Los de los otros problemas. Los problemas serios.
¿Cómo le decimos al nene que sigue siendo suficiente, que no se esfuerce? ¿Cómo le vamos a decir que se dedique a jugar, si jugar solo es aburridísimo? ¿Cómo vamos a hacerle entender que su única amiga, su única compañera, se tuvo que ir por problemas de grandes?
No alcanzan las palabras. En realidad, no hay palabras. Simplemente abracemos al niño, festejemos que ella, como último acto de amor, lo trajo hasta acá. Limpiémoslo, bañémoslo, abracémoslo. Hagámosle una chocolatada, pongámosle una peli y festejemos que está de nuevo con nosotros.
Y por favor, no le pidamos nada.
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