miércoles, 10 de diciembre de 2025

Blackout

        No es que no sepa cómo atravesarlo, es justamente lo contrario. Envidio a Odiseo, porque aunque tuvo que soportar el canto hipnótico de las sirenas tuvo un barco que lo llevaba y marinos que hubieran dado la vida por él. En mi caso no solo tengo que pasar por este camino de horrores que gritan desde todas las direcciones y abrirme paso a machetazos entre las angustias, sino que soy el que pone el movimiento, el que a cada paso le pone una decisión. A mí nadie me lleva.

        Somos mis pies y yo atravesando el dolor. Ambos servidos solamente de mis ojos, que no encuentran nada más que horror a la vuelta, y un único atisbo de armonía en el camino que dejé atrás, ese al que ya no se puede volver. Mi añoranza atestigua cómo esta selva de despojos vuelve violeta, azul marino, negro, las imágenes a medida que las voy dejando atrás. Mi memoria quiere poner ojos en la nuca, pero todo lo que había atrás se vuelve difuso, la proporción armónica se deforma, los brazos que me ayudaban languidecen, las piernas se encojen, al torso le crece la panza y solo la panza de forma absurda. Solo me valgo de mi conciencia que ignora, bah, quiere ignorar, el miedo que entra en todos los sentidos y a través de todos los sentidos. Y lo único que, a veces, se impone a los gritos infernales es mi mente, que repite en un mantra que todo es mentira. "Seguí caminando, sólo tenés que caminar, este laberinto envenenado termina en algún momento".

        Entre las lianas púrpuras de los márgenes veo a las amistades deglutidas por la perversión. Sus ojos ya no están, solo son una órbita blanca mirando fijo hacia mi posición. La sangre cae desde el párpado superior, y sus bocas expresan palabras inaudibles con movimientos que dejan a la vista sus caninos afilados. Se forman comisuras en sus sonrisas diabólicas, los tatuajes de formas ilógicas congenian con sus intenciones. Me hablan en una voz que exhibe tres octavas al mismo tiempo. Veo sus manos tendidas hacia mí permaneciendo en la misma posición, pero ennegreciéndose progresivamente, como la solución que encuentra el que se arrepiente de todos los tatuajes de su brazo.

        Los amigos se escapan y no piden por mí. Nadie de ellos me pide ayuda, sus piernas ni siquiera giran queriendo volver a la claridad. Entran a la selva por motu proprio. Los seduce lo que mierda sea que los haga tener más miedo de perder a mi ex que a mí: o la comodidad, o la diversión, o la facilidad de juicio que se cae en forma de martillo gigante desde el cielo, con tanta violencia que penetra las eternas raíces de esta galería y ahora ya nadie lo puede sacar de ahí.

        El martillo ya forma parte del paisaje. El abandono a mi derecha, mis errores quedan atrás pero, de alguna forma, quienes viven en la selva los siguen trayendo a mi altura. Las risas de mi ex sonorizan el camino inmundo; primero fueron risas de alegría, ahora, desde hace varios meses, son de mofa, de maldad, como si no quisiera parar hasta que logre quitarme todo. Como si se muriera de ganas de que de una vez por todas tire el machete al piso y me meta en las enredaderas, y así ella pueda, al fin, teñirme de blackout.

        Ya no sé qué queda de esto. Ya no sé qué queda de mí. No entiendo cuál es el sentido del camino que hago, simplemente estoy sufriendo haberme reencontrado con mis amigos y haber notado ese lugar al que pertenezco, mas ahora verme forzado a volver a esta realidad de mierda en la que nadie defiende a nadie.

        Padezco el dolor de notar que soy el único que cuenta con un machete.

viernes, 17 de octubre de 2025

Zanahoria

        Si tuviera los huevos de transcribir las historias que me invento y hacerme cargo de ellas estaría siendo, al menos, un poco reconocido. Porque, ¡hay que tener talento para crear tanto! El ciclo se genera a partir de una estupidez, un futuro hipotético e ínfimo, ingenioso como mi propia mentalidad, que me hace reír. Y me río imaginando que se ríe conmigo. Que reímos juntos como lo hemos hecho tanto, principal motivo de que esa relación sin futuro haya sido relación.

        "Si compra, que compre algo más. Si se quiere probar, que compre. Si le gusta la marca, que se pruebe. Si solo viene a mirar, que le guste la marca. Pero que siempre se lleve algo más que lo que esperaba". Así fue con ella. Ella fue concebida en mi vida como un pique que valía la pena y no era completamente imbécil, entonces fuimos una relación. No estoy enojado con ella porque no haya sido más, ya fue más de lo que debería. Estuvo divertido. Extraño divertirme así.

        Entonces cuando recuerdo las risas quiero recrearlas, no quiero reírme solo. La imagino, porque estoy aburrido y no pasa lo que quiero, escribiéndome este 31/10, el día que nos pusimos de novios pero 365 días antes. La imagino deseándome un feliz halloween, tapando con ese mensaje tan casual una montaña de subtexto, de historia, de vida, de palabras ahogadas. Porque, además, ella es de esas personas que podría desearte feliz halloween como en las películas de Disney, hasta incluso podría decirte "feliz 4 de julio". Y esa posibilidad le daría más subtexto, más ambigüedad, a un mensaje ya de por sí fantástico. 

        En ese hipotético futuro en el que me vuelve a hablar, le agradezco, le pongo su apodo repitiendo tres veces la última vocal para expresar alegría por su mensaje, y en un segundo envío le pregunto si quiere venir a jugar al dulce o truco a casa. Sin intermediaciones, sin cómo estás, sin protocolos: al hueso. Como lo fuimos. 

        Por eso fuimos. 

        Conjugación en pretérico perfecto, suceso perfectamente terminado, pero suceso en fin: ocurrió. Inconscientemente se entiende a ese "fuimos" con énfasis en lo que se acabó, mas lo emito distinto: si no hubiéramos ido al hueso no habría pasado nada. Elijo el haber sido antes que el podría. La elijo en mi vida en esta forma etérea de inspiración infructuosa, de ausencia y presencia, de recuerdo de Schrödinger, en esto que somos ahora. 

        Elijo imaginar que la hago reír con esa respuesta tan rápida y tan mía, tan de confianza, y que me dice que sí (también elijo en este escrito cambiar todas las evocaciones a ella a una tercera persona, porque ya no quiero hablarle si no me va a responder. Pero que conste: sigo, en algún momento de la transcripción, hablándole a ella). Y ubico a esa memoria que elegí, a esa memoria que nunca sucedió,  en la punta de la caña de pescar que me até a la espalda apuntando hacia el frente. Mi zanahoria me llevará con vida y esperanza a ese 31/10 en el que no pasará absolutamente NADA. Y ese día me daré cuenta de que la sigo esperando, aunque mi habitualidad esté bien. Sigo esperando un gesto de ella. Me daré cuenta, como me estoy dando cuenta ahora.

        Qué ridículo es este tipo de desamor.

        Qué ridículo es este tipo.

jueves, 2 de octubre de 2025

el día después


(...), no sé cómo encontrar la fórmula para no querer que esté cuando haga lo que sea que quiera hacer. No entiendo cuántos experimentos tengo que intentar hasta que pueda no ponerle una máscara con su cara a la que esté saliendo conmigo. Y no sé cómo dejar de estudiar escultura para así dejar de crear muñecos de su cuerpo todas las veces que encuentro una explicación nueva. Ya no quiero poner la silla vacía enfrente mío y hablarle a la nada para aliviar mi dolor imaginando que me escucha y que dialogamos. 

Ya no quiero abrazarla, pero no puedo dejarla ir. En algún momento se me ocurrió la idea de que va a venir a buscarme el día después de que deje de esperarla, y entonces cada vez que dejo de pensar en ella determino que este es el momento que definitivamente la superé, y, por ende, el momento en el que me escribe.

Pienso que seré prisionero por siempre del fantasma tatuado, careta, de pelo perfecto y perfume l'Interdit que me persigue.

Entonces entiendo que es un pensamiento apocalíptico. Y que padezco de ansiedad. 

Y recuerdo que todo va a pasar.

Algún día va a pasar.



Sin que vuelva. 

lunes, 29 de septiembre de 2025

Finales

        Anunció con gritos que estaba contento de verme. Gritos camuflados en ladridos, transformados en los ruidos que hacen sus patitas (más precisamente las uñitas de sus patitas) chocando descontroladamente contra el parquet plastificado. Las minúsculas extremidades lo impulsan desenfrenadamente hacia mi pantalón; intenta crecer, besar mi cara. Es un torpísimo monolito de carne con una densidad similar al plomo que pasa todo por arriba, que se desespera con facilidad, que no oculta ninguna emoción, dramático por demás. 

        Y se alegró por verme. 

        Y me va lamer mucho. 

        Y me va a saludar muchas veces en la noche.


        Sin saber que es la última vez que me va a ver.

        Yo lo sé. 

        Ella tampoco lo sabía. Así que puso su amor en esa masa estirada, en el queso arriba de la salsa, en el horno y después en el producto cortado en ocho porciones. En cada charla que esquivaba la pregunta de qué nos pasaba, de qué me pasa, de qué quiero, de cómo estamos, de cómo estoy. 

        De si superé a mi ex. De si necesito estar solo. 

        De si estoy preparado para dar amor.

        De si me gusta lo suficiente como para seguir intentándolo.

        Sus lágrimas no brotaron hasta que se puso en falta. Sé que le hubiese sido más fácil que extrañe a Mili, que me haya enamorado de otra, que sea un pelotudo. Que haya interpretado su preocupación como toxicidad y le haya puesto una red flag. Le habría salvado muchas sesiones de terapia que yo le haga caso a las banderas y huya por precaución.  

        Pero no hay nada. A veces uno desearía que haya más subtexto, que haya caído un meteorito que irrumpa con todo y así decir "claro, fue culpa del espacio exterior". Un agente externo, un deus ex machina que me ahorre todo este dolor de tener que reconocer que no quiero seguir, que no hay solución, que no veo ninguna forma de intentar que se arregle porque realmente ya no puedo elegir esto.

        Quisiera haberte visto sin saber que era la última vez. Quisiera haber acariciado así a Merlí porque me genera ese amor, y no porque ya no lo iba a volver a ver ni iba a escuchar sus uñitas contra el piso una vez más. Adoraría que la vida me haya ahorrado bajar por tu ascensor con un llanto tan grande, quisiera poder esquivar el tener el perfecto conocimiento de que no va a volver a pasar esto. De que ya no voy a caminar por Echesortu con vos.


        Quisiera que la vida me ahorre sus finales. Ese final que no quise ver con Mili y del que recién ahora estoy dejando de sufrir las consecuencias de mi negación. El final de este trayecto que, apenas lo comencé, sabía que iba a llegar, y sin embargo disfruté el camino, y me hubiese encantado que dure más. El final de las amistades que hice en el trabajo y que ahora se juntan sin mí, guardan de mis oídos quién sabe cuántas verdades, cuántas opiniones, cuántas veces sus cuerpos desnudos se encuentran y no pueden contarlo. El final de una confianza que ya venía golpeada por llevar seis meses jugando al ajedrez entre lo que me dicen y lo que es, entre lo que veo y lo que me cuentan, entre lo que pregunto y lo que me ocultan. 


        Quisiera que lo que amo deje de terminarse. Quisiera que algo se quede quieto, que alguna relación humana perdure, o que al menos se transforme. Ya no quiero verme obligado al reemplazo como método de supervivencia en la vida tan frenética que elegí vivir. 

    Sin embargo, todos estos finales están bien. Todo lo que termina tenía que morir. No elijo nada de lo que se fue. 

    Y entonces, la nada.

    El vacío.

    Ignorar qué va a brotar del suelo descampado entre todos los árboles que cayeron y los que talé.

    Sentarme a mirar.

    Y esperar.



    Otra vez solo.

lunes, 25 de agosto de 2025

La luz

    Pánico, anhelo, intriga. Lo de siempre cada vez que enfilo mi trayectoria para acá. A veces, bah, siempre que soy consciente de mi camino, acomodo mi ruta por otras calles; quizá sea un poco más engorroso, ralentice mi llegada, pero comparo esa molestia con el dolor de pasar por acá y termina siendo preferible.
    
    Aunque hay veces en que la posición estratégica de tu casa y las capas de gasa que el tiempo le pone a las heridas hacen que olvide todos los protocolos, y así termino, de distraída que soy, pasando por tu esquina (aunque no seas su poseedor, el venir a verte implicaba naturalmente llegar por acá, así que cuando paso pienso en vos. Al menos en mi mente, esta esquina es tuya).

    Cuando avanzo por la avenida confundo qué tan metafórica es la realidad. Para ver cualquier balcón en específico del centro en una cuadra en perpendicular hay que llegar hasta la encrucijada, porque tristemente las calles de este lugar se sienten como fosas que a cada lado tienen murallas habitables de diez u once pisos de alto. Pero llegando a tu esquina la altura se hace un claro gracias al patio de la facultad, y entre todos los departamentos ubicados frente a él puedo ver tu balcón. El balcón del único ser que prende la luz de afuera cuando se hace de noche. El balcón donde fumábamos, el balcón donde nos abrazábamos fuerte para no sentir el frío, el balcón donde te dejé por primera vez. Mi parte favorita de tu casa.

    Todas las noches que, sin querer, paso por tu esquina, termino mirando para allá, por encima de mi hombro izquierdo, elevando el ángulo que se forma con la reja del patio de la facultad. Pero esta vez la luz estaba apagada. Y tu departamento se perdía entre todos los departamentos, fue un bloque oscuro de cemento más. No lo encontré, y a simple vista incluso me costaba distinguir a tu edificio del cielo convertido en negro.

    Paré la moto y me senté en la vereda del supermercado para encontrar tu lugar. También para encontrarme a mí: ¿cuánto de anhelo hay en estos accidentes? ¿Qué queda de mí si, ahora que está la luz apagada, cotejo la posibilidad de que puedas haberte mudado y de que ese balcón pertenezca a alguien más, un otro que ignora toda nuestra historia y por ignorarla solo ve mugre y colillas de cigarrillo, o tucas de porro, a las que hay que tirar a la basura urgentemente?

    Y así entiendo que no me animo a dejarte ir. No quiero volver normal esto. No quiero que nuestro pasado vuelva todo sepia, que unifique los colores, que relativice cada sentimiento de dolor y de amor ignorando la magnitud que tiene ahora y que es menor que la que tenía hace unos meses.

    IRRUPCIÓN. Se detiene mi soliloquio, mis palabras, mi corazón. 

    El balcón se iluminó. 

    De repente mis ojos apuntan exactamente a la luz cálida en un ángulo a 60° del piso, veo tu maceta deprimente colgando de la baranda. 

    Llegaste a casa. 

    Llegaste más tarde. 

    Seguís vivo. 

    Sin mí. 

    Seguís prendiendo la luz del balcón apenas llegás. 


    No entiendo cómo seguís siendo sin mí.



    No veo la hora de que pongan un edificio en este patio de mierda.

domingo, 3 de agosto de 2025

El niño

No, amor, ¿Qué pasó? ¿Por qué estás así? ¿Qué te devastó tanto? ¿Qué es lo que te dejó arruinado, que te dejó chiquito? Tirado en el sillón abrazando tus rodillas, la cabeza apoyada en el almohadón, las lágrimas saliendo de a chorros. La música a todo volumen en los auriculares para no avergonzarte de cuán fuerte estás llorando. Una hemorragia que no corta, una angustia que no deja de exhibirse, una garganta que queda chica para el caudal de dolor que intenta proferir, sin palabras, sin protestas, sin formalización. Sos uno con el vos de hace 20 años, por fin.

No, amor, te juro que estás bien. No hay un juez que te condene a la intrascendencia, no hay un mundo listo para reírse de vos, no hay que llegar a que te vea ese mundo al que querés gustarle haciendo lo que sea para que al fin te reconozca esa persona que amás y para la que nunca vas a ser suficiente. Nunca vas a alcanzarle. Ya el tiempo pasó, ya no vivís con tu familia, ya es tarde para seguir intentando que te reconozcan, que te feliciten por algo, ya no podés siquiera esbozar algo grandioso para que, quizá así, te pregunten cómo estás, noten tu presencia. 

Pero a ese niño aún le duele. El infante no creció, se negó a avanzar en el tiempo mientras el resto del cuerpo lo dejaba sin mirar atrás. Y te olvidaste de que aún tras tantos años sigue esperando reconocimiento, como cuando vos mismo esperabas eternamente a que papá te pase a buscar y enterarte que se olvidó de vos, como cuando esperabas que mamá vuelva de trabajar a las 4 de la mañana para recibir su amor y estaban los dos muy cansados como para dar y recibir algo, como cuando esperabas que te lleven a tu propio cumpleaños y nunca pasó porque olvidaron que estaban festejándote.

Hay alguien festejándote. Hay alguien, hay muchas personas contentas porque existas. Y creíste que con la sobriedad de confiar en que importas te era suficiente. Hasta que apareció una niña a impresionarse con tu sola existencia, y así le tendió la mano al niño que había quedado rezagado tantos kilómetros atrás. Le extendió su palma a ese niño que permanecía sentado en la vereda mientras todo el mundo grande intentaba divertirse, intentaba seguir vivo, y con sus manos sobre las rodillas se preguntaba cuándo le va a tocar, cuándo lo llevan, esperando pacientemente sin exhibir ni un atisbo de la decepción que está haciendo añicos su corazón por tantos años de ser ignorado.

Ese niño no quiso caminar. Se quedó en la vereda porque exigió que por una vez, en algo, alguien lo lleve. Quería dejar de hacer todo solo, no quiso saber nada con ese alivio que le daba a los demás su autosuficiencia, "qué bueno que no tenemos que cuidar a Lucas, el se maneja re bien". Ese es el premio de hacer las cosas bien: no ser una carga. 

No querés más que abrazar a ese niño y llorar con él. Decirle, jurarle, que va a estar todo bien. No querés más que rogarle perdón por no haber cuidado a la niña fan de Disney que le dió su mano y lo acompañó hasta acá, que le dijo que no sabía el camino pero que era mejor caminar juntos, que sentado no iba a avanzar. No sabés cómo hacerle entender que esa niña no va a volver, que le hiciste mucho daño, que no comprendés por qué y que no alcanzó con nada para que se quede. Que te diste cuenta con su ausencia de todo lo que hiciste mal y que habiendo pasado tres meses todavía seguís descubriendo dolores nuevos en rincones que no existían antes de ella. La vocecita tierna respondiéndote, llorando, fingiendo madurez, diciendo "está bien, no pasa nada" de la misma forma en la que esperaba que lo pasen a buscar sentado en la vereda, mientras la decepción hacía añicos su corazón. Y si no tuviese los oídos tan sensibles le gritarías que por favor exprese su furia, que está bien estar enojado, que grite por ayuda, que por favor se tenga en cuenta, se escuche. Que, por dios, diga algo, que te aniquila verlo esperar actuando paciencia para que los grandes no le reprochen la carga que está siendo.

A esa niña le alcanzabas con ser vos. En un mundo desarrollado durante 20 años con exigencias e insuficiencias le alcanzabas con ser vos. El que estudió comunicación social porque estaba al pedo, que en la adolescencia hacía quilombo en la calle, que se viste como tiene ganas porque total no existe para nadie. A ese que nunca se tira una flor, a ese que nunca se valora en nada porque capaz que hace mucho ruido y molesta, a ese vino a decirle que le encanta como se viste. Que le encanta como toca la guitarra. Que le encanta cómo es. Le dijo que era realmente lindo y que se moría de ganas de estar con él. Le contó que lo amaba tanto que se animaba a abrir por primera vez en su vida su corazón. Y amar. 

Por primera vez, nadie le pidió nada al niño. Lo pasaron a buscar y le preguntaron cómo está. Simplemente le dijeron cuán contentos estaban de su existencia. Por primera vez, alguien no le pidió al niño que crezca. Y ahora, otra vez, a mitad de camino el niño se queda solo porque a su novia la echaron los grandes. Los de los otros problemas. Los problemas serios.

¿Cómo le decimos al nene que sigue siendo suficiente, que no se esfuerce? ¿Cómo le vamos a decir que se dedique a jugar, si jugar solo es aburridísimo? ¿Cómo vamos a hacerle entender que su única amiga, su única compañera, se tuvo que ir por problemas de grandes?

No alcanzan las palabras. En realidad, no hay palabras. Simplemente abracemos al niño, festejemos que ella, como último acto de amor, lo trajo hasta acá. Limpiémoslo, bañémoslo, abracémoslo. Hagámosle una chocolatada, pongámosle una peli y festejemos que está de nuevo con nosotros.

Y por favor, no le pidamos nada.

lunes, 9 de junio de 2025

Los perros

        Estar volviendo a casa siempre acarrea la incógnita de enfrentarme al portón. Veo al sol incandescente pegando desde arriba (desde el cielo), desde abajo (desde el hormigón gris claro, ese signo del progreso de barrio que abandonó la calle de tierra y por eso ahora ya no se lo puede recorrer descalzo), desde los costados (las veredas con baldosas, las paredes color claro, los tinglados de zinc). Siempre voy en verano (sólo puedo en esa fecha) y, aunque lo repita mucho, estoy en duda de si realmente es como digo: que sólo quiero ir en esa fecha. 

        Doblo en la esquina y veo la pequeña lomadita más o menos en el cuarto de cuadra, una elevación que no contaría como subida sino fuese porque da el ángulo perfecto para bloquear la visual de mi casa. Si no obstruyera el lugar donde viví tantos años ni me hubiese dado cuenta de que existe. Pero está la subidita y enseguida arranca un descenso bastante empinado que no se detiene hasta que llega al río, cuatro o cinco cuadras más allá. Es como si el río hubiese tenido su cauce hasta casa y la lomadita fuese el borde que se les pone a las piscinas para que los sapos no empollen ahí.

        Doblo en la esquina, ya acostumbrado a la luz intensa que llega desde cuatro puntos distintos y al sol casi en el cénit; ya adaptado, gracias a la caminata que me traslada desde hace 25 minutos, al vapor imperceptible de la humedad ribereña y a la respiración del pasto evaporada. 

        Doblo la esquina, paso la lomada: el barrio se despliega como el plano secuencia de una película épica, como el punto de vista forzado que hacen los videojuegos cuando descubrís una nueva ciudad y tiene que parecer inmensa. Como doblar la curva que rodea la montaña y ver Bariloche por primera vez. Está el río, como siempre. Está el kiosco, como desde hace más de 20 años. Está la pared eterna de lo de Maxi, hecha de ladrillos a la vista, con los colores del ladrillo acusando al tiempo de cambiarles el naranja vívido por un marrón más apagado y de intensificar el gris del cemento que los une. La casa de Nico sigue igual: las rejas de caño pintadas de negro, la parte ampliada de la casa sin pintar pero con la ventana saliente de estilo victoriano (ponele).

        El barrio sigue en su frontera: en la vereda derecha, todas las casas diferenciadas por las refacciones que les hizo cada dueño, pero iguales en su base por ser todas otorgadas por la prefectura a sus empleados. En la vereda izquierda, todas casas impredecibles: lo que fue el taller de chapa y pintura ahora es una carnicería en una parte y en la otra parte es algo, quién sabe qué. Después está la casa más linda, que parece que pertenece a otro barrio, que debería estar en el Lezca: patio delantero, rejita baja, colores claros y azules, ventanas lindas, techo de altura intermedia. Sólo cuando la veo recuerdo que alguna vez quiero vivir en una casa así. Al lado de esa casa está lo de Maxi, al lado mi casa, al lado un rancho que pasó de ser uno a tres como en metástasis, que antes de eso fue incendiado, que durante ese lapso cambió tres veces de dueño pero que siempre, siempre, tuvo gallinas.

        Antes del rancho, mi casa. ¿Qué habrá de nuevo esta vez? Cada año la casa avanza, cada 365 días está más lejos de ser perfecta, más cerca de calmar a mi vieja. Si no es el portón con dibujos de huellas de perro es la reja pintada de negro, o el muro mejorado, o el patio nuevo que se suma desde la izquierda de la construcción. Siempre algo nuevo, nunca lo mismo. 

        Sólo se repite mi predicción: los perros no se van a acordar de mí. Y llego, los dos perros me ladran furiosos, me vienen al cruce, me huelen, dicen "ah sos vos, de una" y se van. Son la misma especie que el que murió de alegría al ver de nuevo a Odiseo, pero yo les chupo un huevo. No importo.

        Los perros son un "la vida sigue" representado. El mundo no se va a detener por mí, soy insignificante. La casa no va a parar, va a seguir agregándose cosas por parte de mamá. Más objetos pasarán a vivir dentro de la casa gris, bajo la chapa que los resguardará, y acapararán resquicios cada vez más fundamentales de cada habitación, y este influjo no se detendrá hasta que no quede ninguna silla libre, ninguna mesa vacía, ninguna baldosa del suelo disponible.

        El mundo sigue girando sin mí. A veces sueño con sentir que mi ausencia cambia algo. Hay días en que quiero dejar de chuparle un huevo a todo el mundo, pero cada vez que voy a casa lo constato: importo, pero me dicen "y bueno, te fuiste, qué le vamo a hace" y siguen viaje. La casa seguirá avanzando, y cada vez que paso la lomadita estoy cruzando los dedos para que, por una vez, mi casa se parezca a las demás y nada cambie, que tenga forma de casa y no esté acopiando objetos de mejora. 

        Cada vez que vuelvo a casa sueño con que los perros se pongan contentos de verme.

        

Blackout

          No es que no sepa cómo atravesarlo, es justamente lo contrario. Envidio a Odiseo, porque aunque tuvo que soportar el canto hipnóti...