- ¿Alguien más investigó? - preguntó Magda, y un esbozo de optimismo se entreveía en su sonrisa tenue, agazapada. El silencio sepulcral, la timidez del alumno en falta, las cabezas mirando para abajo, sin embargo, le aducen otra vez que hizo mal en creer. Sus ojos de repente miran hacia abajo, protegidos por un par de cristales hexagonales con trasluz violeta, y la alegría se desvanece tras sus labios. Anota algo, quién sabe qué.
Miro a mi alrededor. El silencio se multiplica, la ausencia del aula ocupa todos los lugares. Veo que Magda no sabe cómo continuar la clase ni cómo continuar con el curso, con su trabajo, que está triste, y me dan ganas de gritarles a mis compañeros "pónganle voluntad, la concha de su madre". Pero me reservo todo tipo de respuesta, solo camuflo mi frustración compartida tras mi mano derecha soportando mi mentón, y mis dedos abrazando mi boca y mi nariz. Mi frustración porque avancé en la investigación que me tocaba justamente para que esto no suceda, y porque mis compañeros no hacen una goma. Solo hay silencio. Silencio que condensa el aire con la tensión que arroja el estar en evidencia.
Al lenguaje escarchado y obturado lo rompe la segunda profesora, que toma la batuta de la clase contando casos pedagógicos relacionados a los escenarios educativos no formales. La clase hace como si nada, pero la acción está en otro lado. Magda ya no anota. Creo que quiere llorar, aunque sé que no lo va a hacer. Sabe pasar desapercibida, es una gran profesional, y solo escucha de pasada, mirando para abajo con sus piernas cruzadas, las palabras de su colega. Lanza un suspiro, sigue con la mirada fija.
Creo que, de la nada, percibe el mundo alrededor nuevamente. Magda levanta la vista, observa el escenario, corrobora que los ánimos no cambiaron, que todo va a seguir igual por los próximos 60 minutos, que le queda una hora de sacar agua de las piedras, y toma aire. Inspira y exhala disimuladamente, pero con la fuerza de quien necesita tomar impulso. Interpreta algo del espacio de lo que agarrarse: hace calor en la sala, y está con buzo y campera. Así que, desde la silla libre en la que está, donde no tiene mesa ni escritorio, se quita el abrigo oscuro, con vivos grises, que estuvo abierto desde que llegó, y lo deja apartado.
Creí que ya estaba cómoda. Pero imagino que prefirió cómo le queda la campera, que ve al buzo negro liso como soso, o incluso incómodo, así que se lo quitó, tomando con los brazos cruzados la parte de la cintura y elevándolo. Se quitó el suéter en un movimiento con gracia, automático, así que sin darme cuenta estaba ella ahí, de musculosa negra, con su cabellera enrulada de color castaño claro cayendo en sus hombros desnudos, con la cintura estilizada por el corte de la remera, con su busto protagonizando el look de las prendas de verano.
Pero recordó, quiero imaginar, que el código de etiqueta de los profesorados, de los colegios, no permite prendas con hombros descubiertos, así que tomó la campera que había apartado y se la puso de nuevo. O quizá su plan fue siempre estar de campera y remera, y el quitarse el buzo y quedar de musculosa por un instante era una instancia lógica de ello. No sé si importa la causa por lo que se deformaron el tiempo, los roles, la percepción de esa manera. Solo sé que, a partir de esos instantes inesperados, de esos cinco segundos en los que Magda fue más mujer que profesora, entendí que no investigué para la clase de hoy por ser responsable, sino por estar enamorado.
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