No puedo creer que nos hayamos separado. Es ver cada cosa y encontrar un pelo tuyo atado ahí, en el ojal de la camisa, en la suela del zapato, en el recuerdo en la Florida.
No puedo creer que nos hayamos separado. A veces parece que sí, pero no es un avance sino una puesta en pausa. Sino no funciono. Se me vuelan todos los dientes del engranaje, y el mundo no le va a pagar el sueldo a alguien por quedarse acostado extrañándote. Así que me suspendo y hago la vista gorda ante todos los pelos tuyos que encuentro en las cosas, tanto en las reales como en las que veo.
No puedo creer que nos hayamos separado. No puedo creer que el peluche esté acá, que Mapache me vea llorar todos los días, que puedo escuchar su vocecita preguntándome qué me pasa, y cuándo te va a ver de nuevo. Ahí está, inamovible, apoyado en la pared junto al retrato suyo que dibujé y te regalé, y que no entiendo por qué está acá. Pero ahí están, Mapache y su retrato. Los dos juntos son tu santuario, son un taser que me detiene en seco, y que cada vez que entro a la pieza me grita y me tengo que detener a rezarle, a llorarle, a decirle que te extraño.
No puedo creer que nos hayamos separado. Por eso armé el santuario.
Para creerlo.
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