Algo debe tener la soledad que me gusta tanto. En realidad la soledad no tiene nada, es el vacío per sé; el que tiene algo con no tener a nadie soy yo. Me gusta como acción, como personalidad, me gusta como nombre, amo su música y anhelo su presencia. Cuando no hay nadie puedo soñar tranquilo, puedo dormir todo el día, puedo dejarme morir sin culpa y estar seguro de que el otro se lamenta, pero la interrupción de la soledad, la existencia de otro ser, la acuciante observación de un pensamiento ajeno a mí mismo agujerea mis utopías una y otra vez, me trae a tierra, me cicatriza dolorosamente las heridas cuya sangre me gusta admirar. Porque cuando nadie está mirando puedo cortarme la tansa de la sutura y llorar de dolor, y angustiarme impunemente preguntándome por qué me gusta tanto morir.
La soledad es el perpetramiento de mi goce, de mi pulsión de muerte. La abrazo, la disfruto, la atesoro, la cuido. Con ella es fácil tomar decisiones estúpidas, cometer el mismo error una y otra y otra vez, patear mis angustias para más adelante, echarle la culpa al otro imaginario. Con ella es más leve el existir. Y mucho más fácil morir.