Madera, qué material más noble. La observo con profundidad, me embobo como siempre. La madera no admite mentiras: si está pintada es porque es mala, sino ella por sí misma, en la naturalidad de sus dibujos y su brillo, se luce. También es la antítesis de la ley femenina: se enorgullece contando, mediante el desgaste de sus bordes y la suavización de sus texturas, su edad verdadera.
La madera de la barra confiesa, en el color oscuro, profundo del algarrobo, que lleva más de 50 años exhibiendo medialunas. O eso imagino, bah, porque apenas llevo un año viniendo acá. Suelo imaginarme cosas cuando entro: su presencia me reconforta, me ordena, sus curvas me hipnotizan. Un sorbo de café, otro, y la mirada ahora se concentra en la mermelada patagónica, en la bufanda de Ireland, en la transmisión alemana mostrando en silencio un documental de Rammstein.
Adoro viajar mentalmente, ahora que mi vida es un viaje interminable. Todo se mueve y yo estoy quieto, tomando café doble con dos medialunas dulces, escuchando jazz en un bar europeo iluminado en sepia y pensando qué historia me invento hoy.
Ruido, casi estruendo atravesando mis oídos. No suele percibirse, pero este móvil fue particularmente ruidoso. Sin pensarlo, por acto reflejo, miro al 35/9 parando afuera, al otro lado del vidrio, ahí donde la luz y la paleta de colores está dominada por el gris del hormigón, el blanco de las fachadas, el metal de la pescadería. En ese solo asomo, un sueño se derrumba, y en la trágica defunción solo una frase lapidaria se me escapa: "cierto, estoy en Rosario".
