Tiene que haber un shinigami, o alguna vibra nociva. De lo paranormal sé muy poco, así que, con más razón, estoy seguro de que hay una fuerza mayor que es tan poderosa que ignoro sus métodos, sus síntomas, su funcionamiento. Y me hace violencia, está presente antes de que llegue. Incluso dos horas antes de que sea la hora de volver a casa ya estoy pensando en sus trucos, en de qué forma me va a vencer hoy. Y me paso esos últimos 120 minutos fingiendo que estoy contento de reencontrarme con este cazador invisible.
Es tan profesional que sabe lo que le afecta, por eso se mete en mi cabeza: para evitar que prenda un sahumo, para que no quiera invitar a nadie, para que me bajonee el solo hecho de agarrar el teléfono y dirigirme a cualquier persona. Logra, siempre que entro a casa, convencerme de que no le importo a nadie y de que sea a quien sea que le consulte por mi existencia le estoy siendo inoportuno, molesto. Que soy prescindible.
Me persuade con que estoy muy cansado, me obliga a no organizar nada espontáneo porque mañana arranco temprano, me dice persistentemente que no puedo salir porque tengo que cuidar mi plata, y así me tiene paralizado frente a la pantalla, o frente a la pantallita, o mirando de frente al cielorraso de la pieza, paralelo a él, a veces lagrimeando. Y entonces viene, me acaricia el pelo y me roba el sueño, mis sueños.
No sé cómo pelear contra él. Creo que es más antiguo que yo. Quizá fue invocado en esta casa y por eso está enlazado a alguna losa del parquet. No puedo enfrentarme a él, es más fuerte; no puedo amigarme, me destroza; no puedo discutirle, no escucha. Solo puedo huir o, cuando no tengo un destino que me abrace, llorar y decirle que, por hoy, ganó.