La suma de tus ojos verdes, de tu pelo castaño claro y de la perfección de tu cutis me hicieron olvidar que hablaste exclusivamente para echarme la culpa. Cuando las pupilas dejan de dilatarse, cuando hacen foco en la boca y no en la forma imaginaria de tu voz, me concentro en el mensaje y vuelvo a enojarme, y automáticamente vuelve a haber más pupilas que iris. Asiento sin saber qué, refriego mis dedos entre sí, pierdo mis pensamientos entre las líneas de las baldosas que indefectiblemente terminan en tus zapatillas rojas, tus soquetes blancos, tus piernas depiladas, tu short de jean. La luz rebota en la heladera sobre la que me recuesto y es ignorada como las ondas sonoras que rebotan en mis oídos.
No sé ni qué hice, no entiendo qué pasó, hago memoria pero no descifro lo que nos tiene así, peleando. Trato de comprenderte pero sólo escucho el discurso furioso de quien hizo todo a la perfección y que habría sido así si no se hubiese entrometido un simple mortal como yo. Y tengo miedo de que mis dedos golpeen el codo al son de un reloj invisible y que así demuestren lo mucho que te estoy ignorando. Eso me haría un favor y me salvaría de este monólogo horrible, pero me gustas tanto que no quiero verte enojada.
"¿Me estás escuchando?" Que sea la segunda vez que me preguntas creo que ya lo responde. Estoy al filo de la cachetada por decirte que no. Miro tus ojos y los veo sacudirse en milímetros, respondiendo a la tensión del momento. Y no puedo decirte que sos hermosa. Tampoco puedo exponer mi punto de vista porque sé que no lo vas a escuchar. Y menos defender lo mucho que me molesta que me hables para echarme la culpa. Así que en las dos letras cerramos mi respuesta, en tu "ah bueno" concluye el conflicto, te das media vuelta y te vas a la pieza.
Escucho el portazo. ¿Ahora qué me va a embobar la vista? Leo y releo las letras incomprensibles que dibujé en las paredes, las autopistas que hay en el suelo, pero ya nada me lleva a tu cara. Quiero dejar una gigantografía tuya que te capture así apasionada, viva. Ponerla donde estabas hace nada y, cuando deje de mirarla, decirle todo lo que pienso sobre esto. Suena poco práctico, porque aunque se lo explique con lujos y detalles no va a responderme porque no puede abrir la boca. Vos dirás que no tiene oídos para escucharme, pero vos que tenés no los usás así que en ese sentido un pedazo de cartón te reemplaza bastante bien.
Y acá me ves, de brazos cruzados mirando tu foto imaginaria, pensando todo, amasando posibilidades a unos pasitos de donde horneaste las pizzas. Escucho el parlante de tu celular sonando desde la pieza y me pregunto tanto cuál es la necesidad de poner el volumen tan fuerte como cuántas maravillas haría de mi vida si tuviese tu capacidad de que no te importe cómo está el otro. Podrías decirme que no me pasa nada y que me da lo mismo todo esto; podría conducirme al baño, mirarme en el espejo, compararme con el rostro que tengo todos los días desde hace un mes y entender por qué lo decís. Podrías argumentarlo, pero la verdad siento que ni te enteraste. Me pasa algo, creo que sé qué es pero no lo pienso admitir. Voy a resolver lo que me sucede cuando podamos sentarnos a hablar como dos personas que se interesan por el otro, y voy contarte lo que me pasa el día que deje de sentir que para vos va a ser una estupidez.
Cansa buscarte, cansa tanto que ya me tiré en el sofá a mirar el techo. No quiero prender la tele, quiero que el silencio invada la habitación cuando te canses de llamar la atención con el celular. Fatiga fijar la vista en las manchas de humedad esperando el milagro de que vulneres tu orgullo y camines por el pasillo de la muerte para preguntarme cómo estoy. Y si venís y me preguntas y te respondo "y...", ¿qué vas a hacer? ¿Decirme "bue ni sabés qué te pasa"? Ni siquiera quiero que me preguntes cómo estoy, hasta desearía que desde la pieza me digas "no seas bobo, ya fue, vení".
Es que sí, quizá lo que me hace enojarme así es una estupidez, pero es mí estupidez. Y de tantas cosas que me señalas que hago mal no hago más que preguntarme qué es lo que te ata a este departamento, deseando firmemente que el alquiler, la vida independiente y el bardo que es cortar una relación de años no fuesen una respuesta tan lógica y espontánea. De hecho, creo que tenés razón en muchas de las cosas que me señalas siempre, aunque ahora no las recuerde. Me es indefectible sentirme culpable por todas las veces que te hago enojar, me aislo de vos para no molestar, me pongo cómodo en el sofá, giro, apoyo los pies sobre el borde, miro la mesita de café y me tientan los pedazos de napolitana que sobraron, pensando en que va a ser una noche larga.
Aún así no me muevo de donde estoy. Sigo tirado deseando que aparezcas. ¿No entendés que te estoy pidiendo que vengas? A los gritos lo estoy haciendo. Cómo me encantaría que vengas y me calles toda la mente de un beso. Pero no, ya no suena el celular, están apagadas las luces. Ya escuché a la puerta abrirse y casi caigo en la tentación de mirar hacia ella a causa de la desesperación que me invade, supe aguantar la intriga hasta que escuché la tecla de la luz del baño sonar con el mismo "click" que hizo mi esperanza de sentirme importante para vos. Cómo me encantaría que te importe algo, qué bronca que me da que hayas vuelto a meterte a la pieza. Y no quiero ir allá, me cansé de perder contra vos, quiero ver si sos capaz de dejarme toda la noche durmiendo en el living.
Ya pasó media hora que se sintió como una eternidad, y espero que el ruido del agua cayendo de la ducha al menos te haya hecho enojar. Suena estúpido pero me siento una nueva persona, estoy decidido a ir directo hacia el sofá y no moverme de allí, a encontrarte mañana a la mañana con la cara de culpa por dejar en evidencia que te quedaste con toda la cama y no te importó. Pero a la altura de la puerta el propio inconsciente me movió a buscarte en la pieza. La habías dejado abierta así que te vi mirando el celular, buscando agua entre las piedras, y por un momento olvidé todo. Entré, me acosté y te abracé. "¿Qué hacés?", me preguntaste. "No rompas las bolas Eugenia", te respondí.
Tu risa fue el penúltimo sonido. Enseguida el beso de las buenas noches selló el conflicto, y cerramos los ojos como hicimos con nuestras plumas.
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