viernes, 27 de enero de 2023

Luces




            Ahora se ve. Ahora no. Ahora se ve. Ahora no. Hasta que el ojo se acostumbre, la habitación muestra por intermitencias su desorden y la disposición del mobiliario. Pero no se entiende: se intuye, porque el brevísimo lapso de iluminación no da tiempo a apreciar, a evaluar lo que está ahí, a entender que las bolsas cuelgan de la cuna despintada y convertida en sofá, que el árbol de navidad tiene una sobrecarga de adornos, que la alfombra está exageradamente sucia. Y el color tenue, ese policíaco azul, disfraza la realidad, cambia las reglas cromáticas del panorama, y ofrece un misterio que, por entenderse tan poco, seduce.


            Si me hubieras visto en esos años y en esa situación, podrías haber dicho que no lo disfrutaba, que estaba muy inmerso en la compu. De a ratos sí, la verdad. Pero eran esos respiros en las extendidas sesiones de vicio, esas en las que permanecía hasta el amanecer, donde sentía plenitud. Claro, fácil sensación si estás de vacaciones, pero ahí estaba la noche calurosa, la vista al patio, la compu cargando el próximo partido de Liga Máster. Y la luz azul parpadeando.


            Ver otras luces, blancas o amarillas, intermitentes o estables, pero siempre decorativas, me retrotrae a esa época, a esa sensación. Me aborda la nostalgia, después me desborda y siento que quiero volver. ¿Será por eso que tengo una proactividad tan baja en mi soledad? Confundo esas noches de paz, considero que sucedieron porque pude olvidar todo, cuando en realidad esa paz era porque no tenía ninguna responsabilidad. Hoy por hoy la ganancia es mayor, las cosas que quiero hacer me enorgullecen más y, aunque no las hago, sé que el tiempo que reposo buscando las luces azules no me es placentero. Hay todo un mundo que sigue girando, y si me quedo quieto me quedo atrás.


            Por eso, cada vez que veo una luz intermitente me detengo a apreciarla. Admiro el lugar que la rodea, a los haces de luz que rebotan en las paredes, los objetos mostrándose y ocultándose al son de un ritmo inaudible. Y sonrío.

sábado, 21 de enero de 2023

La de enfrente/2


    
            



                Desde que volví, es decir, recién comenzado el 2023, la persiana no volvió a abrirse. Y su ausencia me demostró mi ausencia propia, la falta de propósito en mis cosas que se acrecentó cuando me quedé sin laburo. De la nada, todos los días era mirar enfrente, al otro lado de la calle, para ver si ella volvió. Y nunca volvía.


        Me preguntaba todos los días si se habría mudado, y enseguida me respondía que no, que los sillones todavía estaban, se los hubiera llevado. "¿Y si se fue y quedaron como propiedad del departamento? Ya van tres semanas sin verla", y en esa incógnita imposible de resolver se quedaba mi intriga total por la ventana de enfrente, la habitante que me entretenía todos los días, la seducción de lo desconocido que se apoderaba de mi ahora intrascendente vida.


        No registré mi obsesión por ella hasta que vi, al fin, la ventana abierta. La persiana levantada, tras semanas de estar velando el interior del departamento de dos ambientes, ese departamento cuyo living/cocina se observa con totalidad desde el mío, y cuyo pasillo de ingreso a su pieza me mostró de pura casualidad su cuerpo desnudo saliendo de la ducha. Porque eso fue lo último que vi de ella: su cuerpo delgado, su presencia imponente, su cabello oscuro enhebrado entre sí con la típica consistencia del pelo largo mojado, y su cola desnuda, todo marchando hacia su pieza sin ninguna toalla, sin interrupciones, sin vergüenza. Y la vi girar hacia la derecha, noté sus pezones pequeños, erectos, noté que no supo que la vi, entendí que se metió a su pieza a vestirse, y eso fue la única vez en los próximos 21 días que encontré su color. 


        Y recién ahora recuerdo cómo, las tres semanas de larga incógnita, mi mente se debatió ininterrumpidamente si lo hizo a propósito, queriendo que por alguna de las grandes casualidades la vea o si, al ver que en el departamento de enfrente parecía no haber nadie, se sintió segura de no complicarse la salida del baño. Y ella, sin saberlo, cruzó de la ducha a la pieza en el preciso instante (lo juro) que atiné a juntar la ropa que estaba colgada en el tender del balcón. Tampoco supo ella que, si bien se habrá apartado de Rosario las tres semanas siguientes, no salió en ningún momento de la mente de su vecino, que la traía a la ciudad cada vez que un minuto parecía muerto. 


        Pero ya volvió. Ya está acá. Cuando me aburría durante su ausencia, me sentaba a desafiar la incógnita que tuve desde que se estableció en su nuevo hogar, a mirar, fija, larga y tendidamente la estructura de su departamento y pensar en lo que ella estaría haciendo. Pero volvió, y ahora no puedo parar de mirar enfrente. No puedo parar de incomodarla. No puedo notar su presencia y no intentar mostrarme, aparecer para ella, sacarme de la cabeza la tentación de mirarla y las ganas de, al fin, poder admirarla entera, conocerla de vista, saber cómo es. 


Sé que lo nota. Porque las mujeres notan todo, y porque entre lo evidentes que somos los hombres soy el hombre más obvio que existe. Al ritmo que cae la persiana cada vez que la cierra, una apisonadora me aplasta el corazón acompañando el movimiento del plástico color marfil, y me paso las próximas jornadas sintiéndome un acosador y luchando conmigo para convencerme de que no la cerró por mí, que no todo pasa por mí. Pero sé, estoy seguro, de que lo nota.


Yo me mato pensando todos los días. Ella se apronta, cierra la persiana y se va a trabajar.

lunes, 2 de enero de 2023

Más allá de las nubes


    




    Una imagen escrita se aparece en nuestra conversación. Fondo blanco, escritos organizados en semántica pero sueltos en frases, apartados de las normas de la prosa, de lo normal, de lo estructurado. Son los versos que me dedica, ella, en un arranque de fascinación, en esa sonrisa que se dibuja como una erupción cuando la belleza te agarra desprevenido, y no queda más que dibujar comisuras y menear la cabeza.

    Busca lo mismo en mí, por eso me lo envía. Me pasa lo mismo, pero la impresión está tergiversada: creo haberla visto. Bah, estoy seguro de que la leí. Pero eso no importa: lo dado con amor resignifica todo, asciende el mensaje y lo transfigura, lo porta de milagros, de magia, le pone provisión de sueños a la mochila del que lo recibe. 

    Pero ya lo leí. No, no es solo que ya lo leí. Se aparece una impresión que debería haberse borrado, que creí haber olvidado: ya me lo dedicaron. La que amé, la primera, me lo dedicó. En ese momento formé comisuras, meneé la cabeza, quise (y logré) abrazarme a los renglones salteados, sentir su suavidad como un peluche gigantesco, que cabe en una hoja pero que es más grande que el sol, y reposé en él, descansé, y la encontré al mezclar su cara, sus besos, su sonrisa, en cada vuelta de cada letra.

    Ya lo leí. Epifanía misteriosa es el recuerdo de amor, la memoria que es imborrable porque se cubre de cemento, se prolonga, se protege a sí misma. Se legitima como lo verdadero, como el placer que buscamos, y en desamor caemos tan en la tierra que olvidamos que allá arriba, superando las nubes, quedó escondido uno de tantos recuerdos de plenitud.

    Me asusté. Maldije. Y me desdije: bienvenida la sorpresa errónea, lo escondido, lo no sabido, el riesgo. Tropezar inesperadamente con ese pasado tan alto me hizo darme cuenta de que también voy adornando el suelo con vivaces hechos nuevos, que todavía hay plenitud de espacio para más, y que estoy, de nuevo, más allá de las nubes.

Zanahoria

          Si tuviera los huevos de transcribir las historias que me invento y hacerme cargo de ellas estaría siendo, al menos, un poco recon...