Desde que volví, es decir, recién comenzado el 2023, la persiana no volvió a abrirse. Y su ausencia me demostró mi ausencia propia, la falta de propósito en mis cosas que se acrecentó cuando me quedé sin laburo. De la nada, todos los días era mirar enfrente, al otro lado de la calle, para ver si ella volvió. Y nunca volvía.
Me preguntaba todos los días si se habría mudado, y enseguida me respondía que no, que los sillones todavía estaban, se los hubiera llevado. "¿Y si se fue y quedaron como propiedad del departamento? Ya van tres semanas sin verla", y en esa incógnita imposible de resolver se quedaba mi intriga total por la ventana de enfrente, la habitante que me entretenía todos los días, la seducción de lo desconocido que se apoderaba de mi ahora intrascendente vida.
No registré mi obsesión por ella hasta que vi, al fin, la ventana abierta. La persiana levantada, tras semanas de estar velando el interior del departamento de dos ambientes, ese departamento cuyo living/cocina se observa con totalidad desde el mío, y cuyo pasillo de ingreso a su pieza me mostró de pura casualidad su cuerpo desnudo saliendo de la ducha. Porque eso fue lo último que vi de ella: su cuerpo delgado, su presencia imponente, su cabello oscuro enhebrado entre sí con la típica consistencia del pelo largo mojado, y su cola desnuda, todo marchando hacia su pieza sin ninguna toalla, sin interrupciones, sin vergüenza. Y la vi girar hacia la derecha, noté sus pezones pequeños, erectos, noté que no supo que la vi, entendí que se metió a su pieza a vestirse, y eso fue la única vez en los próximos 21 días que encontré su color.
Y recién ahora recuerdo cómo, las tres semanas de larga incógnita, mi mente se debatió ininterrumpidamente si lo hizo a propósito, queriendo que por alguna de las grandes casualidades la vea o si, al ver que en el departamento de enfrente parecía no haber nadie, se sintió segura de no complicarse la salida del baño. Y ella, sin saberlo, cruzó de la ducha a la pieza en el preciso instante (lo juro) que atiné a juntar la ropa que estaba colgada en el tender del balcón. Tampoco supo ella que, si bien se habrá apartado de Rosario las tres semanas siguientes, no salió en ningún momento de la mente de su vecino, que la traía a la ciudad cada vez que un minuto parecía muerto.
Pero ya volvió. Ya está acá. Cuando me aburría durante su ausencia, me sentaba a desafiar la incógnita que tuve desde que se estableció en su nuevo hogar, a mirar, fija, larga y tendidamente la estructura de su departamento y pensar en lo que ella estaría haciendo. Pero volvió, y ahora no puedo parar de mirar enfrente. No puedo parar de incomodarla. No puedo notar su presencia y no intentar mostrarme, aparecer para ella, sacarme de la cabeza la tentación de mirarla y las ganas de, al fin, poder admirarla entera, conocerla de vista, saber cómo es.
Sé que lo nota. Porque las mujeres notan todo, y porque entre lo evidentes que somos los hombres soy el hombre más obvio que existe. Al ritmo que cae la persiana cada vez que la cierra, una apisonadora me aplasta el corazón acompañando el movimiento del plástico color marfil, y me paso las próximas jornadas sintiéndome un acosador y luchando conmigo para convencerme de que no la cerró por mí, que no todo pasa por mí. Pero sé, estoy seguro, de que lo nota.
Yo me mato pensando todos los días. Ella se apronta, cierra la persiana y se va a trabajar.

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